Con la mano que te escribo

Buscaba un piso antiguo, ubicado en una finca de alrededor de un siglo. Esta vez quería una casa con historia, que rezumara vivencias, testigo de nacimientos y muertes… Quería sentirse arropado por existencias anteriores, por inquilinos que quizá, por qué no, se hubieran negado a abandonar del todo su anterior vivienda. Siempre se sintió atraído por esas casas de techos altos, con suelos de mosaico brillantes por haber soportado tantos pasos, con historiadas molduras de yeso que enmarcan cada estancia…

Tras rastrear toda la ciudad en busca del piso soñado, finalmente consiguió alquilar uno que se ajustaba bastante a lo que imaginó. Estaba en un antiguo barrio burgués que, con el paso del tiempo, había adquirido esa pátina tan decadente como atractiva que tienen las viejas viviendas señoriales.

En realidad, la parte del piso que le cautivó desde el principio fue el balcón acristalado que sobresalía de la fachada, como un atrevimiento del edificio frente a las demás fincas que lo rodeaban. Era un mirador que sobresalía de un pequeño cuarto paralelo al salón, con su entrada independiente. Según explicó el comercial de la inmobiliaria, era el cuarto de costura de la anterior inquilina, una señora mayor que pasaba días enteros cosiendo a golpe de pedal en su máquina apoyada sobre la parte inferior del ventanal. Julio decidió instalar allí su escritorio, su espacio privado, a pesar del descaro de aquella balconada indiscreta y un tanto llamativa que él, con su pensamiento animista, había convertido en los ojos y la boca de la vivienda.

La mudanza fue costosa y difícil. El transporte de decenas de cajas repletas de libros le costó un lumbago y más de un dolor de cabeza; el edificio no tenía ascensor y todo debía subirse a pulso hasta un cuarto piso. No obstante, a pesar de las penurias del primer mes, una vez instalado agradeció el cambio de aires.

Su primera novela le había proporcionado una mayor seguridad económica y, sobre todo, le había privado de tener que vagar de agencia en agencia ofreciendo sus trabajos en busca de una editorial interesada. El éxito de crítica, unido al éxito comercial de su trabajo convencieron a su editor para dejarle un año de plazo antes de su próxima entrega, para evitar saturaciones y prisas que decepcionaran al público. Además, su ansias por no desengañar a los miles de ojos que le leyeron, por no traicionar a su confianza, le convencieron para escribir con más minuciosidad, aún si cabe, su segunda novela.

Así que aprovecho el cambio a su nueva vivienda para comenzar a organizar el trabajo previo de su nueva historia. Después de que el resol del mediodía le indujera con sus cálidos tentáculos sobre su cara a siestear unos minutos en su cómodo sillón de piel regalo de su agente, Julio aprovechaba esas horas indecisas de duermevela entre el mediodía y la tarde para refugiarse en su lugar preferido de la casa. Al frente, las ramas más altas de los árboles que jalonaban la calle, que día a día mudaban el color de sus hojas, pasando del verde al marrón por un crisol de matices. Un poco más abajo, la calle a la que él podía mirar con el privilegio de no ser visto. Los días de lluvia eran sus favoritos sobre todos, porque los transeúntes eran sustituidos por manchas redondas de colores y estampados variopintos, que entrechocaban y se deslizaban por la acera, de tal modo que él se sentía como un poderoso demiurgo que desde su trono jugara una partida de billar sobre una gran mesa encharcada.

Después de poco menos de una hora disfrutando de ese estado de indolencia, giraba su sillón hacia la mesa de trabajo y dedicaba el resto de la tarde a la escritura. Concentrado ante el ordenador, tecleaba sin parar hasta que la única luz que entraba en su balcón era la de las farolas. Era sumamente escrupuloso con su trabajo. Todas las tramas, todos los escenarios, todos los diálogos estaban delineados de antemano con pulso de cirujano, de tal forma que encajaran sobre el papel a la perfección, sin lagunas, sin vacíos ni interpretaciones ambiguas que le desviaran de su objetivo. Desde la primera línea de cada novela, Julio sujetaba de la mano a todo el plantel de personajes y los llevaba hasta el punto y final del libro, sin que se le escapara matiz alguno que no fuese de forma intencionada.

Odiaba el desorden, el caos, la desubicación de cualquier objeto dentro de su espacio. Ésta era la principal razón por la que no había celebrado la habitual fiesta de inauguración de su nuevo piso, y odiaba que cualquier intruso abombara una sola de las líneas de su cuadrícula espacial: hay un sitio para cada cosa y una cosa para cada sitio. Y esta necesidad de orden se trasladaba a su literatura. Se fijó un horario de trabajo, unos métodos, unas rutinas que nadie podía violar, y el éxito de su debú le convenció de la idoneidad de tales formas. Siempre había renegado del mito de las musas. Para él la inspiración no era más que la traducción de horas y horas de trabajo concienzudo. Ni el alcohol ni las drogas le habían sugerido jamás diálogos ni golpes de efecto, y tan sólo la dedicación y la constancia le habían proveído de historias y finales brillantes.

De este modo, con su minuciosidad extrema, su necesidad de orden y silencio absoluto, Julio comenzó a dotar de piel literaria a la historia que ya tenía trazada en cinco cuadernos. En diferencia con sus anteriores trabajos, no tenía esbozado uno sino tres finales, y decidió que escogería uno sobre la marcha, asesorado por su editor.

Tarde tras tarde, el tiempo transcurría en el balcón coloreado de vidrieras sin que le interesase calentar con su aliento otras estancias de la vivienda. Su habitación, el mirador y el cuarto de baño eran los únicos espacios privilegiados con la presencia del dueño de la casa. El resto del piso era algo accesorio, sin importancia para él, como las obras más tempranas de un escritor que, a pesar de ser irrenunciablemente suyas, llegan a carecer de importancia sobre el conjunto. O como los esbozos previos a un cuadro, que pueden ser necesarios pero no destilan la carga artística de la obra final.

La nueva novela estaba ya mediada, discurriendo sin sobresaltos sobre los carriles que él mismo había construido previamente. La alegría de su editor al saber que la fecha de entrega de la obra se adelantaría, unido al hecho de que el ritmo feroz de trabajo estaba comenzando a agotarle, le empujaron a tomar un día libre.  «De reflexión», se propuso, igual que un rellano en mitad de un rascacielos, situado para aliviar la subida y, de paso, anunciar que la cima está ya cerca.

Durante veinticuatro horas se alejó de todo aquello que rezumara literatura, al menos la ya escrita. Abandonó por un día a su libro, a sus personajes, a sus finales y a su balcón. También giró la vista ante los lomos de los libros de su biblioteca, esas lecturas que eran tan padres de su obra como él mismo, y se dedicó a deambular por la ciudad, a callejear por el centro, por las calles empedradas, húmedas y oscuras del barrio antiguo. Aspirar un poco de vida le iría bien para después volcarla sobre su obra, como un buceador que llena sus pulmones de aire para soltarlo poco a poco bajo el mar.

Al día siguiente, reencontraron su obra y como dos amantes impacientes tras un día sin tocarse. Releyó los últimos párrafos para acostumbrar el oído a su cadencia y buscó la punta del hilo que dejó sin enhebrar un día atrás. Sin demasiada convicción, comenzó de nuevo a escribir, pero con la certeza de que tan sólo era un ejercicio de precalentamiento, unas líneas que debería retomar para tacharlas y sustituirlas por las legítimas, las hijas de su trabajo, el fruto de su dedicación y tenacidad. Sin embargo, esa provisionalidad no aminoraba, se le había pegado a los dedos como si fuera melaza y le entorpecía en sus gestos. Poco a poco, el sentimiento de culpa se iba apoderando de sus pensamientos, así como el terror por no poder retomar el aliento de su obra ya en el tramo final.

Todos estos temores espesaron el aire y le obligaron a salir del balcón y refugiarse en el resto de la casa, en la parte que no había actuado de cómplice para su novela, para poder respirar de nuevo sin el ahogo del miedo por haber perdido la orientación dentro de su propia obra. Julio se había atrapado entre sus propias líneas, sin conocer las curvas, los recodos y las señales que guían al viajero hasta el final del dédalo. Cerrar el balcón a su espalda fue el primer alivio. Caminar pasillo arriba pasillo abajo no hizo más que avivar su sentimiento de encierro. De pronto decidió huir a la estancia opuesta al mirador, como si de esta forma escapara del embrujo maligno que estaba agriándole la saliva. A zancadas llegó al trastero, que miraba a un patio de manzana desde el cual se volcaba la dubitativa luz del atardecer. Sentado sobre una de las cajas que todavía estaban por colocar desde la mudanza, respiró durante un rato con los ojos anormalmente abiertos, como esperando a que la hebra de Ariadna se apareciese frente a él. El sol se apagaba al mismo tiempo que sus esperanzas de recobrar la inspiración. ¿Podría una ausencia de un sólo día acabar con una fidelidad de meses, con un compromiso constante y pleno? Los personajes habían dado la espalda al autor de su obra y se habían condenado de esta manera a morir de estatismo, a perder toda posibilidad de acción, a una parálisis doliente. En definitiva, a un suicidio que lo mataba también a él.

Aceptó la derrota con la desolación del que no ha luchado, y comenzó a hacer un espacio en su mente a la idea de que ésta, su segunda obra, su consagración como escritor, la demostración de su valor como novelista, había comenzado a desvanecerse.

Por primera vez en varias horas alzó la vista para encontrarse con el irregular patio interior. La noche lo había teñido todo ya, y el caprichoso cuadrilátero que formaban los edificios colindantes al suyo estaba comenzando a decorarse con un mosaico de piezas iluminadas. Poco a poco, el collage cambiaba de forma, y los variados contornos de las ventanas mostraban mirándose unas a otras una combinación imposible de formas y colores. Las persianas colaban la luz del interior, las rejas de los pisos más bajos la subdividían con precisión en idénticos rectángulos, las cortinas teñían el reflejo y graduaban su intensidad, los toldos la protegían del peso de la noche…

Absorto ante este espectáculo del que se había visto privado por su encierro en el mirador, le sorprendió un largo y estrecho rectángulo que se encendió como para hacer valer sobre el resto su supremacía. Sus ojos giraron violentamente hacia ese nuevo punto de luz, que mostraba un balcón cruzado por cinco cuerdas. Al cabo de unos pocos segundos apareció ella, una melena rojiza apenas vestida por un amplio camisón crudo. Apoyado sobre la cadera llevaba un balde lleno de ropa mojada, apelmazada por su propio peso. Sin prisa, las manos de aquella hermosa presencia deshacía aquella masa deforme de tela, sacando las prendas una a una y tendiéndolas en las cuerdas. La lentitud de sus gestos le tenía hechizado; no podía apartar la vista de esa escena. Con la boca entreabierta, como si quisiera respirarla al mismo tiempo que la observaba, Julio asistía hipnotizado al espectáculo más maravilloso de su vida.

Ya de noche cerrada, contempló más y más enamorado esa melena granate que se balanceaba con un cierto retardo sobre el movimiento del cuerpo que la portaba. Él se sabía seguro, al amparo de la sombra del trastero, mientras robaba algo que su libro le había negado. Sin esperarlo, una febril necesidad de escribir le inundó  el cuerpo y esperó a que su musa se escondiera de nuevo con cientos de pensamientos enredados entre sus dedos.

La vio observar su obra, su particular aportación al abigarrado patio. Al marcharse, la luz se apagó y él corrió al mirador para recuperar sus párrafos. Recogió de encima de la mesa las últimas hojas impresas de la novela y voló de regreso al trastero. Allí, apoyado sobre dos de las cajas más recias, escribió a mano la continuación de esa novela que le había expulsado con la euforia de todo reencuentro tras una época de silencio en la que los sentimientos se agolpan sin salida. Allí, garabateando con una caligrafía imposible y exagerada, le pasó la noche. Al amanecer cayó dormido sobre el áspero alféizar de la ventana. Ya no podía volver al mirador. Se había dado cuenta de que era un espacio estéril, yermo, sin más belleza que la que mostraba a los transeúntes, como un diamante hueco, sin más talla que el aire. Trasladó su vida al trastero, que acondicionó en diez minutos con una nueva disposición de las cajas, construyendo un mobiliario improvisado que no le robara en ningún momento la atención.

De este modo transcurrieron los días posteriores. Entre frenéticas horas de escritura, tan sólo interrumpidas por la visión de la mujer de la melena, que aparecía dos o tres veces al día en su balcón. Si lucía el sol, la cabellera se incendiaba en reflejos sangre. Si la noche caía, la mata color vino replegaba su violenta pigmentación. Ella siempre acudía a sus citas con el mágico pentagrama jalonado de pinceladas de color para darle oxígeno, para regalarle ideas.

Sin darse cuenta, cada aparición de su ángel le creaba más y más dependencia. Le encantaban los días de viento, cuando las sábanas jugueteaban enroscándose a su pecho. De día era un hermoso pájaro que desplegaba sus alas multicolores. De noche era el alimento de las estrellas, como si bailara con el cielo una danza de cortejo al sacudir las prendas una a una, ofreciéndoselas al aire.

La décima noche, después de haber dormido apenas una hora y media, de pronto se dio cuenta de lo que sus manos habían hecho: la novela se había desparramado. Ya no lograba controlar a los personajes, hacía páginas que habían dejado de oír la voz de su creador, las tramas se habían trenzado entre ellas, se habían volcado y ahora conformaban un río lejos de su cauce que avanzaba a trompicones.

No reconocía a los protagonistas, y mucho menos a los secundarios, que se agolpaban formando un semicírculo dentro del cual los actores principales danzaban a un ritmo convulso. Julio asistía aterrado a este espectáculo, agitado por un sentimiento contradictorio mezcla de horror y de fascinación. El miedo por haber perdido las riendas de la novela se rebajaba con la revelación de su novela: estaba exorcizando demonios que él pensaba guardar ocultos.

Aspiró profundamente y al entornar los ojos vio como una de las protagonistas yacía sobre el alféizar de su ventana adorada, con un pie apoyado sobre el manuscrito. Al notar el temor en las pupilas de su padre, al que al fin se dirigía de igual a igual, el personaje se desnudó con la mirada fija en él y sacudió su largo vestido hasta rozar el rostro del escritor. Julio creyó percibir el aroma de su amante furtiva, notó su esencia subirle hasta la frente y llenarle las manos de flores. La mujer del rostro blanco que él mismo había hecho nacer, la que lo tenía ahora hechizado, danzó a su alrededor sonriéndole con complicidad, y se entregó feliz a ese estado de semiconsciencia.

Embebidos de la magia de esa danza, autor y personaje hablaron con la mirada, sin emitir más ruido que el suave chasquido de la tela al viento. Hasta que de repente se abrió la puerta del trastero. El manuscrito absorbió de nuevo al espíritu y Julio se quedó impávido mirando el amasijo de folios.

    ¿Me quieres, amor? — se oyó decir a una voz aguda y femenina.

    No podría, me volvería loco—

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