Se gusta en mí
Sólo mi condición de inmóvil ha logrado resignarme. Me resulta imposible cuantificar el tiempo que llevo encerrado en este sótano.
La luz, que invade la estancia desde hace unos minutos, me hace pensar en el ansiado fin del cautiverio. Temo ilusionarme en vano.
Un hombre es el primer reflejo que me devuelve a la vida. Lleva un buzo beige que lo identifica como operario de la empresa FERC -las letras bordadas en el bolsillo izquierdo del mono de trabajo-. Ni me ha mirado. Me molesta que no me miren, porque mi existencia pierde su sentido. Sin embargo ese primer reflejo no correspondido después de tanto tiempo ha sido una caricia cálida. Quizás sólo me van a cambiar de lugar.
Me han echado encima una tela, como de sábana vieja, para que no me raye, al menos eso es lo que dice el hombre, que habla con otra persona a la que no puedo ver. Cegado por el lienzo, noto cuatro manos calientes sobre mi cuerpo. Me mueven, me inclinan. Una claridad distinta atraviesa la tela. Creo que hemos salido a la calle. La luz se adormece de nuevo. El ruido de un motor y el movimiento del arranque me hacen pensar en un traslado. Me han comprado.
De nuevo el movimiento brusco y la presión de varios dedos sobre mi cuerpo. De nuevo la claridad tamizada por la tela. ¿Habré llegado a mi destino? Mi nuevo hogar. Las moléculas de mi cuerpo se contraen, nerviosas, por el futuro. Crujo levemente.
No escucho timbre ni portero automático, sólo los goznes oxidados de una verja. Una casa de campo. La tela continúa tapando la realidad así que imagino el habitáculo. Lo deseo amplio y luminoso. Estar situado en un ángulo que me permita dominar toda la estancia. Odio ser arrinconado sin apenas visión de la vida que debe reflejarse cada día. Estaría bien que la vivienda dispusiese de sirvientes o que la dueña o dueño fuesen hacendosos. He tenido que soportar también la desidia de algunos de mis propietarios. Lo que en un principio no era más que una capa liviana de partículas finas de polvo se iba convirtiendo con las semanas en una costra que me obligaba a ver el entorno entre difuso y opaco. Estoy orgulloso de mi pulido perfecto, de mi fiabilidad como espejo. Para mí es un castigo terrible tener que entrever el mundo a través de una nube oscura de inmundicia.
Algo tira de la tela que me cubre. El roce rápido del retal sobre mi superficie tensa mi cuerpo. Es una mujer. Me sonríe para seducirse. Recorre la lámina con un movimiento fugaz de iris. Se detiene en el marco, dorado, ostentoso, rococó, altanero, propio de mi condición de espejo señorial. Es un aplique, han de comprenderlo. Soy simplemente ancho de frente y estrechísimo de costado; sencillo y cercano a la perfección. Lo que me rodea es sólo un afeite, una peluca de rizos dorados exquisitamente tallados que me visten pero que no me definen. Si me permitiesen orlarme a mi gusto me decantaría por un marco rectilíneo un tanto ancho y menos dorado, más ocre.
Acerca su rostro hacia mí hasta casi rozarme con la punta de la nariz. Aprecio sus poros, algunos sucios. Una piel poco cuidada aunque joven y resplandeciente. Probablemente es fumadora. El pelo limpio, abundante, un tanto seco. Este tipo de apreciaciones sobre el físico humano, antes desconocidas para mí, las aprendí durante mi paso fugaz por un centro de belleza. Me consideraba el único objeto elegante de aquel tocador de señoras; lugar con pretensiones de exquisitez y realidad zafia. Conversaciones chabacanas, frívolas. De allí sólo me interesaba una peluquera. Ajena a ese ambiente que habitaba diez horas al día por la obligación que le marcaban sus facturas. Me gustaban sus ojos, siempre asustados por tanta podredumbre mental, y su silencio, la única palabra inteligente entre aquellas paredes tapizadas en fucsia. Era motivo de comentarios sarcásticos sobre su poco brío, su falta de un hervor (según comentaban cuando ella no estaba presente). Yo la reflejaba con cariño, porque era la única persona en aquella cuadra de fantasía enlacada. Procuraba evitar sus imperfecciones. Los espejos podemos hacerlo. Es cuestión de reflejar un poco menos el aspecto y dos porciones más los signos internos. Por eso es importante llevarse bien con nosotros. Podemos estilizar, achatar, reflejar la luz de tal modo que el resultado sea doblemente terrible o hermoso. Así la animaba. Le hacía saber que era la más bella en aquel reino de madrastras.
...
De mi nueva propietaria también advierto el aspecto descuidado de sus cejas, mal depiladas, asimétricas. Sin embargo, el conjunto es agradable y la hondura de sus ojos inquietante, prometedora.
El brazo derecho de la mujer que me posee se desprende de su cuerpo hacia mí. Las yemas de sus dedos me acarician. Nota el frío, mi frío limpio, seco, suave, y le resulto agradable porque vuelve a obsequiarse con una sonrisa amplia. Desliza las puntas describiendo ondas y espirales hasta que comprueba, con un encantador mohín, que se han oscurecido por el inevitable polvo de aquel sótano. Se mira fijamente y creo que piensa que se gusta en mí y que por eso le gusto yo. Atrapo este momento en mi memoria de irrepetibles. Un destello de felicidad tras meses privado de mi vida, de mi misión en el mundo, anquilosado, sin la necesaria luz reflejada.
Ruego que permanezca un momento más ante mí. Permitiéndome bucear bajo su aspecto. Es fácil reconocer a la gente por cómo se comportan ante un espejo. Los hay que nos usan como un simple objeto en el que retocar su imagen. Los reflejos más interesantes, sin embargo, son los que mantienen diálogos visuales y verbales con nosotros. Los hay que nos muestran sus enormes cualidades de actor. Otros sólo lloran ante nosotros, porque así su desgracia les parece mayor. Nada hay más autocomplaciente que un rostro desencajado por un dolor ficticio. Hay quien lo hace con sinceridad porque necesita saber que al menos se tiene a sí mismo y llora con auténtico pánico. Se mira, se pregunta las razones de su desgracia. Suele pensar que es injusto. Pero es algo muy habitual el dolor, por lo que he podido comprobar en mi propia existencia.
Tras años y años de reflejo de rostros y vidas he aprendido mucho de la gente. Algo que detecto rápidamente es si alguien no se quiere a sí mismo. A veces son simplemente tímidos, pero en gran parte de las ocasiones el sufrimiento los torna mordaces, ácidos y hasta desagradables. Necesitan exactamente lo contrario de lo que piden a gritos.
En mi larga existencia he tenido incluso en mi haber el reflejo de una persona enferma. Supe, a través de las conversaciones de sus parientes, que la actitud que mantenía aquel buen hombre conmigo tiene la curiosa denominación médica de "signo del espejo". Un síntoma con mi nombre. No es un halago, visto el caso. Es una evidencia de la esquizofrenia. El hombre se miraba en mí una y otra vez. De manera insistente, obsesiva. Como si tratase de descubrir en su rostro aquello que su mente le decía que estaba cambiando en su interior. Buscaba con desesperación lo que no comprendía en la imagen que de sí mismo le devolvía yo.
...
Ha encendido la luz de la habitación. No puedo verla desde donde estoy. Aparece ante mí en ropa interior de color carne fundida con su piel. Lleva medias hasta medio muslo. Deja un montón de vestidos sobre la butaca. Parece que no ha decidido qué debe ponerse. A dónde irá hoy. No la he visto en todo el día. Siempre pasa ante mí antes de salir de la casa por la mañana temprano. Se acerca, se mira bien la cara, escrutándose cada milímetro. Pestañea siempre varias veces, abre la boca, repasa la blancura de sus dientes, desorbita los ojos. Saca un pañuelo de papel de un paquetito arrugado en el fondo de algún bolsillo. Elimina el carmín sobresaliente, el rímel mal aplicado. Endereza sus rizos apretándolos con las manos. Pasa revista final, de los pies a la coronilla. Se gira y se encaja las palmas de las manos en las caderas y en las nalgas. Creo que se preocupa porque se ve gorda. No lo es. Sólo ocurre que tiene unos 35 años, calculo, y con esa edad no se puede ser una andrógina adolescente. Tantas veces repite ese gesto que me inquieto por ella porque es excesivamente autocrítica con su aspecto. Eso es grave hoy. Lo sé por un antiguo reflejo. El de una chica de quince años que acabó siendo un fantasma putrefacto. Creía que estaba obesa. Ella incluso me lo decía a mí. Me preguntaba con un cinismo mortificante:
-Espejito, espejito, ¿quién es la más gorda y fea? ¿Quién? Yo. Sí, yo. Ya lo se. Me doy asco.
Cada vez que hacía esto me sentía morir. Criatura. Intentaba animarla con el mejor de mis reflejos retocados. Pero era peor porque, incompresiblemente, lo que ella deseaba era verse escuálida pero no lo suficiente como para dejar de adelgazar. No lo entiendo ni creo que lo entienda nunca. Con el paso de los meses se convirtió en un pellejo con forma humana. El pelo, antes lustroso, era ahora opaco, tieso, de esparto. Había perdido el color y la caída. Su mirada era lo peor. No quería verla, para no tener que recordarla, pero ella se empeñaba en acercarse a mi lámina, con sus ojos de pescado muerto entre el hielo triturado de un mercado cualquiera. Su obsesión era observarse en grandes espejos donde analizar su imagen de costado y comprobar el bulto que había dejado en su maltratado vientre una pequeña magdalena del desayuno, tras cuatro días sin ingerir nada más que pena.
Se cambiaron de casa pero yo no sobreviví al traslado. Prefirieron venderme. "Nada de espejos grandes en la casa". "Primero que se cure la nena". Eso decían.
...
Acaba de entrar. Fuma y me mira fijamente. Me habla; no suele hablar conmigo.
-Amo de muchas formas. ¿Sabes? -da una calada al cigarrillo y expulsa el humo empujándolo con fuerza- . Pero puedo amar. La base es la misma pero la manifestación radicalmente diferente -absorbe de nuevo el humo y tose muy levemente-. No sé porque me engaño. El amor del vuelco. El amor del subcubo del otro -pasea de un lado al otro, me mira a ráfagas-. Del detalle. De la ayuda. Del querer que sonría sobre todas las cosas. Complicada, -otra calada-. No soy dura. Soy complicada. El cubito de hielo sólo interesa cuando enfría la copa, no cuando se derrite. Desaparece y se diluye cuando ha cumplido su misión. Porque yo no soy un licor, no, soy un cubito derretido. Nada.
Se interrumpe porque las lágrimas se han desbordado de sus ojos, permanentemente acuosos durante su monólogo.
-Así que yo soy un cubito -sigue hablando, aunque entrecortada, rompiendo la cadencia habitual de su dulce forma de expresarse-. Así que soy un cubito, -repite y se ríe sin ganas-. Debiera ser whisky, coñac, licor de frutas... Pero no me sale. He nacido para ser un cubito en deshielo permanente.
Ahora se calla y llora, llora amargada, llora, llora, llora... Llora hasta que suena el teléfono. Desaparece.
Durante un buen rato no escucho más que su voz lejana. El tono va subiendo hasta que se hace perfectamente audible, en alternancia de gritos.
-¿Qué estás intentando decir?
-[...]
-Supongo que no pensabas afrontar esto.
-[...]
-Pero si he tenido que arrancarte las palabras.
-[...]
-Eres un cobarde. Hace dos días me decías que me querías y ahora me vienes con esto. He vivido confiada en lo nuestro. Y a tí de da igual. Tratarme como... Mentirme. No es que no me quieras, es que no me tienes ningún respeto. Eres egoísta. Ahora pensarás que qué discursito que te estoy soltando en vez de pensar... que me has...
Oigo colgar el teléfono; más bien el impacto del auricular lanzado contra el aparato.
Estoy nervioso y preocupado. Noto la tensión en la casa.
Entra de nuevo en la sala. Está fuera de sí. Me da miedo. Se encoge, lloriquea, pero sus ojos transmiten una terrible rabia. Por qué me miras así a mí, que siempre te ofrezco el mejor de mis reflejos -pienso-. Se acerca al aparador hasta alcanzar un reloj de mesa de metal dorado. Lo agarra y lo levanta. Se gira hacia mí y noto que me clava su odio. Que nadie nunca más me mire así. Eleva el reloj sobre su cabeza. No aparta sus ojos de mí.
Creo que voy a morir.